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Expertos de distintas disciplinas analizan cómo acompañar a los más chicos sin demonizar a la tecnología y construyendo un vínculo digital más saludable.
SociedadHace 5 horas“Me da ansiedad estar sin el celular”. La frase, cada vez más escuchada en consultorios, escuelas y hogares, resume un fenómeno en expansión: la nomofobia. El acrónimo, derivado del inglés no mobile phone phobia, designa el miedo irracional a no tener el teléfono cerca. Según la Guía de Convivencia Digital elaborada por UNICEF, el Gobierno de la Provincia de Buenos Aires y Faro Digital (2020), esta fobia se expresa como “la angustia que se presenta al olvidarnos el smartphone, quedarnos sin batería o sentirnos desconectados del mundo”. Lo que parece una conducta propia de la vida moderna (conectarse) es, en realidad, una forma de malestar emocional que muchos chicos y chicas enfrentan a diario. Desde el impulso compulsivo de revisar notificaciones hasta la dificultad para dormir sin el móvil al alcance, el vínculo con las pantallas se volvió intenso, constante y, en algunos casos, perjudicial para la salud física y mental.
Una encuesta de UNICEF (2021) reveló que el 49,6 % de los adolescentes en Argentina navega por Internet más de cinco horas diarias durante los fines de semana. Otro informe de Common Sense Media (2023) mostró que más de la mitad de los preadolescentes y adolescentes utiliza el celular durante la noche, afectando la calidad del sueño. La luz azul y la estimulación continua interrumpen los ritmos circadianos. “No dormir lo suficiente impacta directamente en la salud física y mental”, aclara el informe. Las recomendaciones incluyen evitar dispositivos una hora antes de acostarse, desactivar notificaciones y mantener los teléfonos fuera del dormitorio. En el artículo Hiperconectados, las pediatras Silvina Pedrouzo y Laura Krynski, añaden que las reglas parentales que limitan el uso de Internet antes de dormir así como la presencia de dispositivos en la habitación contribuyen a mejorar la calidad del sueño.
Para el psicoterapeuta Javier Mandil, director de Fundación ETCI, el FOMO (fear of missing out o “miedo de quedarse afuera”) y la nomofobia son actualizaciones digitales de angustias de siempre: “El gran temor de esta etapa es quedar como un alien, como un nerd, como alguien fuera de onda”. En esa intranquilidad por pertenecer se cuelan los algoritmos: las plataformas aprovechan una necesidad emocional para mantener a los usuarios activos y en línea. Así, la lógica del “si no estoy, me lo pierdo” es también una oportunidad de captación constante. La investigadora Carolina Duek, especialista en infancias, juegos y tecnología, identifica una paradoja frecuente: “Los chicos empiezan a decir que se aburren cuando están conectados, pero no se quieren desconectar por si se pierden algo. Esto es un hallazgo que hay que jerarquizar y pensar”.
El miedo al tedio en los chicos también se replica en los adultos: frente a la impotencia, muchos recurren al celular o la tablet. “Hay que reconocer que la dinámica familiar, cuando un niño se aburre, suele ser muy hostil”, plantea la doctora en Ciencias Sociales, especialmente cuando los adultos intentan equilibrar el trabajo con las tareas del hogar. Además, destaca que el entorno digital se volvió un espacio central de sociabilidad para las infancias y adolescencia: es donde juegan, donde reciben mensajes, donde están sus amigos. El tema es complejo. Para Duek, la respuesta no es la privación sino la habilitación de otras experiencias. “Alternar, ofrecer mundos, abrir tareas: siempre es una tarea adulta”. Alude a algo tan simple como efectivo, como “un juego de mesa, las cartas, cualquier creación de un espacio común”.
En 2022, la Organización Mundial de la Salud reconoció la adicción a los videojuegos como un trastorno clínico. Aunque la dependencia a redes sociales aún no figura en manuales diagnósticos, diversas investigaciones describen un uso problemático que conlleva síntomas propios de otras adicciones: craving –o ansias incontrolables–, pérdida de control, abstinencia, irritabilidad y recaídas. La exposición prolongada a plataformas como TikTok puede alterar la memoria, la atención y el estado de ánimo. “Los estímulos intensos de las redes, videojuegos y apuestas liberan dopamina, lo cual genera placer instantáneo”, explican los autores. Incluso se han documentado los llamados TikTok tics, movimientos involuntarios desarrollados por adolescentes tras ver influencers con tics reales.
El artículo Adolescencia y bienestar digital, de 2024, subraya que las nuevas generaciones son particularmente sensibles al impacto del uso intensivo de redes: “La exposición no regulada conlleva riesgos como ciberacoso, acceso a contenido inapropiado, baja autoestima, ansiedad y depresión”. El 98,5 % de los adolescentes está en redes sociales. La mitad pasa más de cinco horas diarias conectada durante los fines de semana. El bienestar digital –afirman los autores– depende de garantizar el acceso seguro, fomentar el pensamiento crítico y equilibrar el tiempo online y offline.
Para la psicóloga Laura Jurkowski, directora del programa ReConectarse, no se trata de demonizar el uso de la tecnología. “No toda pantalla es adictiva, ni todo adolescente que mira TikTok está en riesgo. Pero hay que mirar el contexto, la motivación, la frecuencia”. Entre las señales de alarma menciona irritabilidad al quitar el teléfono, aislamiento, uso nocturno prolongado y bajo rendimiento escolar. Desde la práctica clínica, promueve una convivencia más consciente con los entornos digitales: establecer horarios definidos, alternar con actividades físicas e incentivar la participación activa de los adultos. Abriendo opciones, sin cerrar accesos. A su vez, al igual que Duek, refiere al potencial del aburrimiento: como disparador de la invención, el juego, el deseo.
Roxana Morduchowicz, asesora principal de UNESCO en ciudadanía digital, insiste en que “el objetivo no es que los adolescentes estén menos conectados, sino que estén mejor conectados”. Para lograrlo, sugiere trabajar la alfabetización crítica: “La vida cotidiana está atravesada por pantallas. Precisamos que los estudiantes tomen distancia de la naturalidad con que utilizan tecnologías para poder pensarlas”. La doctora en Comunicación sostiene que el Estado debe implementar políticas públicas que contemplen la formación docente en ciudadanía digital. Y suma un consejo concreto: “Preguntar todos los días en clase qué hicieron en Internet es una forma de alfabetización mediática”.
María Teresa Lugo, licenciada en Ciencias de la Educación e investigadora de proyectos educativos en contextos digitales, alerta que “lo digital ya no es una capa superficial, sino parte constitutiva de la vida”. En ese contexto, propone una política educativa integral que combine pensamiento crítico, ética de los datos y producción colaborativa. “Hace falta una política que legitime lo digital como lenguaje ciudadano. Que no se limite a repartir dispositivos, sino que genere sentidos, formas de intervención, nuevos vínculos pedagógicos”.
Silvina Pedrouzo, médica pediatra especializada en desarrollo infantil y presidenta de la Subcomisión de Tecnologías de la Información y la Comunicación de la Sociedad Argentina de Pediatría, advierte sobre el impacto del uso inapropiado de la tecnología en los cuidadores y su vínculo directo con los hábitos digitales en la primera infancia. Muchas familias ofrecen celulares o tabletas a los niños para calmarlos o entretenerlos, pero esas son funciones que deberían asumir los adultos. “Esto desplaza el juego, las interacciones y los vínculos esenciales para su desarrollo pleno”, señala.
Las pantallas generan una sobreestimulación sensorial en cerebros inmaduros. “Esto altera la regulación del comportamiento, la expresión emocional y la adquisición del lenguaje”, explica. No poder relacionarse, calmarse, comer o dormir sin dispositivos son signos de alarma. Pedrouzo apela a acciones concretas: el juego al aire libre, la actividad física, rutinas sin pantallas y momentos de calidad en familia. Y sintetiza tres pilares clave: la conexión emocional, los límites claros y las alternativas sin pantallas como manualidades, música o paseos. “Los niños requieren atención real, no calma momentánea”. Desde la SAP impulsan campañas, capacitaciones, alianzas interinstitucionales y asesoramiento en políticas públicas para promover un uso saludable de la tecnología desde los primeros años.
Un estudio de 2024 halló que el 36 % de los niños comenzó a usar dispositivos digitales antes de los 2 años, y que los hábitos digitales de los padres influyen directamente en los de sus hijos. “El tiempo que los padres dedican a las pantallas reduce la interacción con sus hijos, afectando el desarrollo del lenguaje”, concluyen los autores. La lectura desde los primeros meses de vida se asoció con un uso más moderado de dispositivos. También el nivel educativo de los adultos tuvo una correlación significativa con el consumo digital infantil. La conclusión es clara: el ejemplo, la conversación y el apoyo cotidiano siguen siendo fundamentales.
Mandil refuerza esta idea desde su involucramiento con talleres escolares de Fundación ETCI. En escuelas como ORT, trabajan con adolescentes temas como la imagen corporal, la gestión emocional y el bienestar digital. “No hay que asustar, sino ofrecer herramientas. Buscamos que los chicos piensen qué les sirve no solo ahora, sino para tener una vida más plena”, explica. Y agrega: “Lo que genera dependencia no es solo el dispositivo, sino la combinación entre un entorno emocional empobrecido y un estímulo inmediato que ofrece placer rápido y constante”.
Los expertos coinciden: prohibir no alcanza. La clave está en la presencia, la escucha activa y el acompañamiento sostenido. Entre las estrategias posibles se encuentran establecer límites claros, favorecer tiempos de desconexión –especialmente antes de dormir–, habilitar espacios compartidos sin pantallas y estar atentos a señales de alerta como irritabilidad o retraimiento. La nomofobia puede leerse como una respuesta emocional a un mundo hiperconectado, donde la identidad, el lazo social y el bienestar también se juegan en un móvil. El desafío no es volver atrás, sino aprender a habitar el presente con conciencia crítica, vínculos reales y herramientas afectivas. El diálogo sin prejuicios –sobre consumos en redes, desafíos virales, influencers– se vuelve fundamental. No para que dejen el celular, sino para que no lo necesiten para existir.
Fuente: Clarín.
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